De la artificialidad de las revoluciones

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Grabado de la Toma de la Bastilla

     La teoría general de la revolución, si acaso pudiera esbozarse tal cosa, estaría sujeta a una serie de condicionantes y operantes comunes a todos los casos. Éstos podrían resumirse, brevemente, en: conquista de los resortes de poder; imposición del paradigma, del êthos nuevo; modificación de la comunidad y creación del hombre nuevo. O, al menos, tal es el proceso que se desprende de la historia.

     Como se intuye, los efectos de la imposición pueden resultar en modo alguno beneficiosos para con la comunidad a que se aplica la acción impositiva en sí, que arroja su primera nota de inorganicidad en la prontitud, en el carácter eminentemente acelerado y abrupto, de demencia generalizada, propio de los procesos revolucionarios.

     En efecto, todas las revoluciones son artificiales e inorgánicas sin excepción. Artificiales porque implican un diseño predefinido, que es lo propio del racionalismo: de ahí su artificialidad, su carácter eminentemente artificial. El supuesto contrario, es claro, denotaría un clara tendencia a la espontaneidad, antitética por definición al proceder revolucionario riguroso.

     Y al mismo tiempo, por artificiales, inorgánicas. Esta correlación se sobreentiende una vez hecha la primera observación, pues un artificio es producto íntegro de la acción, individual o conjunta, del hombre. Y lo artificial es necesariamente inorgánico. Bastaría, no así, con señalar que las revoluciones no son procesos en cuyo devenir converjan fenómenos sociales amplios y diversificados, y cuya maduración sea fruto de la sucesión de los años, del desarrollo mismo del proceso a través del tiempo. Más bien, una revolución es lo contrario.

     Y escribo «fenómenos sociales amplios» porque en los procesos vivos, orgánicos, convergen transformaciones paulatinas e insospechadas de la religión, el derecho, la política, las relaciones de convivencia comunitaria, etc. las cuales resultan, en fin, en una transmutación de la cosmovisión que, obedeciendo múltiples factores, toma vida propia. Las revoluciones, en el sentido contrario, suscitan el caos, el desenfreno, la locura.

     Una revolución es la imposición de un modelo muerto, de un artificio, de un aparato total que cae como plomo sobre organismos vivos. Aniquilándolos e imponiendo con ella la nueva estructura predefinida bajo un desarrollo teorético previo en lo procedimental y en lo organizativo. Por ello Menéndez Pelayo se permitía el lujo de escribir en el epílogo a su Historia de los heterodoxos españoles«Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido, no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle». Porque la revolución liberal, en España, había impuesto un êthos postizo y artificial, diferente al genuino. Y aquel fue un error que hicieron notar los ideólogos anarquistas: quisieron darle a su revolución el carácter más naturalizado posible, cayendo en un exceso de espontaneidad que minó gravemente la operatividad de un proceso que jamás hubiera podido ser orgánico.

     De más, cabe mencionar que las revoluciones son ideológicas*; que están ideologizadas en su origen, contaminadas de ideología, lo que redunda aún más en su artificialidad, y por ende, en su inorganicidad. Pues la ideología es todo lo contrario a lo que hemos descrito, y sus finalidades son también opuestas. «Su objetivo —escribe Dalmacio Negro— consiste en darle un êthos al Estado para que lo imponga en la sociedad. De ahí que, en la práctica, pugne por conquistarlo, pues la maquinaria estatal era un lazo coactivo unificador muy eficaz en las sociedades rotas por la revolución». Y es así como la ideología triunfante se alza como razón de Estado —la volonté générale de Rousseau—, moldeando a su antojo la sociedad que ahora domina y politiza. Y visto que el êthos a imponer es obra de la acción humana, pues implica un diseño teorético previo, tanto su proceder como sus resultados no pueden dejar de ser sino inorgánicos.

     Soslayo aquí, pues sería materia para un ensayo entero, la cuestión de los valores, a saber contenidos en el nuevo êthos revolucionario y cuya pretensión consiste en sustituir la escala anterior, ya sea de virtudes o de valores propiamente. Y como los valores son la subjetivización de la realidad, y dado que las ideologías son creaciones subjetivas sesgadas, el producto revolucionario final será una perfecta amalgama de artificios inorgánicos y subjetivos que terminarán, no por regenerar, sino por desvirtuar el orden anterior.

     Quizá sea ésto algo difícil de comprender, sobre todo para aquellos hombres que vivan encadenados al mito del hombre nuevo. Pero la dificultad no excusa la indiferencia ante la Verdad.

Diego de Mora

Hiems MMXVI anno Domini

* Las revoluciones son el método de las ideologías.

NOTA: La ecuación se resuelve así: las ideologías, una vez abolida la Religión, pugnan por conquistar el poder e imponer su êthos, su cosmovisión particular.

     La revolución es el método de la ideología; el Estado es su instrumento; y la ideología, la nueva religión profana.

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